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De la experiencia freudiana, a la orientación de la investigación psicoanalítica frente a los desafíos de la clínica actual (1)

I

Queríamos evocar hoy, para ilustrar algo de lo que intentaremos transmitir aquí, un breve fragmento de una novela bastante conocida de Ray Bradbury (1956), Crónicas Marcianas, de la que extraeremos una pequeña fábula que podríamos llamar aquí: la fábula del terapeuta marciano. Dado que se trata de marcianos, esto quiere decir que no aludimos con ello a ninguna escuela o doctrina en particular de las que se han desarrollado en nuestro globalizado planeta, sino que el acento va a recaer en la posición clínica que allí se pone en juego, que es precisamente lo que nos interesa interrogar.
La historia es más o menos así: el capitán Jonathan Williams llega a Marte al mando de una Segunda Expedición compuesta por otros tres tripulantes, luego de que la primera incursión humana en el planeta rojo desapareciera en el más absoluto misterio. No es poca su sorpresa al comprobar la existencia de un poblado con características asombrosamente similares a las conocidas; y ni hablar del estremecimiento que lo invadió cuando la primera marciana con la que se encuentra, no sólo tiene el aspecto general de cualquier mujer, sino que además responde a sus preguntas... ¡en inglés! La emoción no le permite percibir que hay algo ligeramente extraño en el comportamiento de esas gentes que, una a una, lo derivan primero al Sr. Ttt, luego al Sr. Aaa, y finalmente al Sr. Iii, con el pretexto de que «él los va a poder atender». Las cosas parecen volver a su lugar cuando, por indicación del Sr. Iii, el capitán y sus tres hombres son conducidos a un vasto aposento soleado lleno de gente: esta vez, al presentarse, al decir que es el capitán Jonathan Williams, procedente de la ciudad de Nueva York, del planeta Tierra, hubo una inmediata explosión de algarabía en la sala, de gritos y exclamaciones... ¡Por fin el recibimiento anhelado y merecido luego de tan importante proeza! La alegría, lamentablemente, pronto dejó su lugar a una desolada angustia, al comprobar lo que verdaderamente estaba sucediendo. La primera señal fueron los relatos que siguieron a continuación, por parte de los muchos otros allí presentes que «también venían de la Tierra»; otros venían de Júpiter; otros de Saturno. La segunda señal, fue la comprobación de que la puerta por la que habían ingresado al recinto, se hallaba ahora herméticamente cerrada. Por último, al llegar la noche, la percepción de los fenómenos alucinatorios de algunos de sus nuevos amigos —con la particularidad de que por el fantástico desarrollo de las capacidades telepáticas de los marcianos, esas alucinaciones quedaban a la vista de todo el mundo—, fue suficiente para despejar cualquier resto de duda: habían sido encerrados en un manicomio. «Si esas alucinaciones pueden ser tan reales, tan contagiosas, tanto para nosotros como para cualquier otra persona, no es raro que nos hayan tomado por psicópatas», dice el capitán, sin saber todavía hasta dónde se confirmarían sus temores. Lo que sigue es la entrevista del día siguiente con el Sr. Xxx, quien era «un hombre jovial, sonriente, si se lo juzgaba por su máscara. En ella estaban pintadas no una sonrisa, sino tres. Detrás de la máscara, su voz era la de un psiquiatra no tan sonriente...». Para el Sr. Xxx, había allí un único loco, que era el capitán; puesto que los tres tripulantes no son para él más que alucinaciones secundarias de su nuevo paciente. A pesar de ello, y en honor del interés científico de lo que con seguridad sería «su mejor monografía», accede sin embargo a conducirse hasta la colina donde había quedado posado el cohete, a fin de inspeccionarlo. Vale la pena conocer como termina esta historia:
El psiquiatra se acercó a la nave y la golpeó. El metal resonó suavemente.
—¿Puedo entrar? —preguntó con picardía.
—Entre.
El señor Xxx desapareció en el interior del cohete.
(...)
El psiquiatra salió de la nave después de hurgar, golpear, escuchar, oler y gustar durante media hora.
—Y bien, ¿está usted convencido? —gritó el capitán como si el señor Xxx fuera sordo.
El psiquiatra cerró los ojos y se rascó la nariz.
—Nunca conocí ejemplo más increíble de alucinación sensorial y sugestión hipnótica. He examinado el «cohete», como lo llama usted. —Golpeó la coraza. —Lo oigo. Fantasía auditiva. —Inspiró. —Lo huelo. Alucinación olfativa inducida por telepatía sensorial. —Acercó sus labios al cohete. —Lo gusto. Fantasía labial.
El psiquiatra estrechó la mano del capitán:
—¿Me permite que lo felicite? ¡Es usted un genio psicópata! Ha hecho usted un trabajo completo. La tarea de proyectar una imaginaria vida psicópata en la mente de otra persona por medio de la telepatía, y evitar que las alucinaciones se vayan debilitando sensorialmente es casi imposible. Las gentes de mi pabellón se concentran habitualmente en fantasías visuales, o cuando más en fantasías visuales y auditivas combinadas. ¡Usted ha logrado una síntesis total! ¡Su demencia es hermosísimamente completa!
El capitán palideció:
—¿Mi demencia?
—Sí. Qué demencia más hermosa. Metal, caucho, gravitadores, comida, ropa, combustible, armas, escaleras, tuercas, cucharas. He comprobado que en su nave hay diez mil artículos distintos. Nunca había visto tal complejidad. Hay hasta sombras debajo de las literas y debajo de todo. ¡Qué poder de concentración! Y todo, no importa cuándo o cómo se pruebe, tiene olor, solidez, gusto, sonido. Permítame que lo abrace. —El psiquiatra abrazó al capitán—. Consignaré todo esto en lo que será mi mejor monografía. El mes que viene hablaré en la Academia Marciana. Mírese. Ha cambiado usted hasta el color de sus ojos, del amarillo al azul, y la tez de morena a sonrosada. ¡Y su ropa, y sus manos de cinco dedos en vez de seis! (…) Y sus tres amigos…
El señor Xxx sacó un arma pequeña:
—Es usted incurable, por supuesto (…) Muerto será más feliz. ¿Quiere usted confiarme su última voluntad?
—¡Quieto, por Dios! ¡No haga fuego!
—Pobre criatura. Lo sacaré de esa miseria que lo llevó a imaginar este cohete y estos tres hombres. Será interesantísimo ver cómo sus amigos y su cohete se disipan en cuanto yo lo mate. Con lo que observe hoy escribiré un excelente informe sobre la disolución de las imágenes neuróticas.
—¡Soy de la Tierra! Me llamo Jonathan Williams y estos…
—Sí, ya lo sé —dijo suavemente el señor Xxx, y disparó su arma.
El capitán cayó con una bala en el corazón. Los otros tres se pusieron a gritar.
El señor Xxx los miró sorprendido.
—¿Siguen ustedes existiendo? ¡Soberbio! Alucinaciones que persisten en el tiempo y en el espacio. —Apuntó hacia ellos.— Bien, los disolveré con el miedo.
¡No! —gritaron los tres hombres.
Petición auditiva, aún muerto el paciente —observó el señor Xxx mientras los hacía caer con sus disparos.
Quedaron tendidos en la arena, intactos, inmóviles. El señor Xxx los tocó con la punta del pie, y luego golpeó la coraza del cohete.
—¡Persiste! ¡Persisten! —exclamó y disparó de nuevo su arma, varias veces, contra los cadáveres. Dio un paso atrás. La máscara sonriente se le cayó de la cara (…) El rostro del menudo psiquiatra cambió lentamente. Se le aflojaron las mandíbulas. Soltó el arma. Miró alrededor con ojos apagados y ausentes. Extendió las manos como un ciego, y palpó los cadáveres, sintiendo que la saliva le llenaba la boca.
Movió débilmente las manos, desorbitado, babeando.
—¡Váyanse! —les gritó a los cadáveres—. ¡Váyase! —le gritó al cohete.
Se examinó las manos temblorosas.
—Contaminado —susurró—. Víctima de una transferencia. Telepatía. Hipnosis. Ahora soy yo el loco. Contaminado. Alucinaciones en todas sus formas. —Se detuvo, y con manos entumecidas buscó a su alrededor el arma—. Hay sólo una cura, sólo una manera de que desaparezcan.
Se oyó un disparo.
Los cuatro cadáveres yacían al sol; el señor Xxx cayó junto a ellos.
El cohete, reclinado en la colina soleada, no desapareció.
La primera lectura de este pasaje del libro de Bradbury nos produjo en su momento un impacto muy fuerte, dado que remite en forma instantánea a los desafíos clínicos que, cada vez, nos son planteados por las producciones sintomáticas y los diversos fenómenos psicopatológicos con que se presentan buena parte de nuestros pacientes. Nos pareció interesante evocarlo para introducir, de este modo, un elemento en relación al cual se pueden situar en su justa medida alguna de las cuestiones que fuimos e iremos planteando, ante la probada ineficacia de una terapéutica dirigida a la mera supresión de síntomas, análoga a los disparos del señor Xxx para ahuyentar al cohete del capitán Jonathan Williams.

II

Podemos decir que el estatuto que se le dé al síntoma, va a tener consecuencias cruciales para la orientación de la cura, y para la forma de pensar el modo en que conviene ordenar tanto nuestras propias intervenciones como el montaje de los diversos dispositivos y recursos terapéuticos que se decida implementar para confrontarse con tales fenómenos. Es importante señalar que cuando hablamos del trabajo clínico —en particular cuando nos referimos a aquellos casos cuyo abordaje requiere la intervención de más de una especialidad—, lo más dificultoso es que allí se produce muchas veces un entrecruzamiento de modelos teóricos; y no solamente de modelos teóricos, sino también de posiciones diversas respecto de la orientación de esos tratamientos por parte de cada uno de los profesionales intervinientes, diversidad que va a configurar de manera singular el dispositivo terapéutico, en cada caso. Dada esa heterogeneidad, y las dificultades que esto plantea, será imprescindible apuntar a un trabajo interdisciplinario, no para disimular o borrar esas diferencias sino para articular esas distintas especialidades y delimitar el campo de acción específico que le corresponderá a cada una de ellas. Ahora bien, ¿desde dónde debe realizarse esa articulación? ¿En función de qué elemento —el cual sería entonces considerado como decisivo?
Nos encontramos aquí, con mucha frecuencia, con algo que deja al desnudo ciertos «agujeros» en el bagaje teórico y en la práctica clínica tanto del psicoanálisis como de la psiquiatría, y nuestros interrogantes apuntan entonces a la necesidad de pensar cuál puede ser el lugar del psicoanalista en la producción de esos conocimientos y esos recursos que posibiliten avanzar cada vez en una respuesta clínica más eficaz; y que sea asimismo accesible a la mayoría de la población. Esto nos abre el camino hacia aquella cuestión que ubicaremos por fin en el centro de esta disertación: ¿Es articulable el trabajo del psicoanalista con las Políticas en Salud Mental?
Resulta oportuno remitirnos aquí a un texto freudiano que también suele causar un gran impacto la primera vez que se lo lee, porque allí Freud se pronuncia de una forma muy clara sobre ciertas cuestiones que desde hace tiempo se observan como problemáticas en el trabajo clínico de los psicoanalistas cuya labor se desarrolla en ámbitos alejados del consultorio privado, por ejemplo en algunos servicios de psicopatología de hospitales públicos, o en instituciones dedicadas al tratamiento de toxicomanías, y otras por el estilo. Confrontándose, por ejemplo —y muy a menudo— con la pregunta acerca de la compatibilidad entre las intervenciones que se veían llevados a producir con ciertos pacientes, por un lado; y, por el otro, aquello que parecía proclamarse desde ciertos ámbitos como «Ética del Psicoanálisis», particularmente en relación al concepto de «abstinencia». Claro, las circunstancias nos llevaron a  aproximarnos al trabajo clínico, desde el comienzo, en el campo de las psicosis, la «debilidad mental» y las adicciones; y, poco tiempo después, sucesivamente, nos encontramos incursionando áreas tales como el tratamiento de adolescentes en un Centro de Salud Mental del conurbano bonaerense, o en un programa asistencial del Consejo Nacional del Menor y la Familia dedicado a la atención de «adolescentes en conflicto con la ley» , adonde los casos que eran derivados… distan bastante de asemejarse a la cándida Dora... ¿Qué hacer con estos pacientes?
En Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica (1918), con el rigor de la regla de abstinencia como instrumento irrenunciable y como guía, Freud traza sin embargo los bordes de lo que se imagina respecto del momento en que la difusión del psicoanálisis y «las nuevas direcciones en que podría desarrollarse» llevarían a los psicoanalistas a confrontarse con diversas cuestiones que podrían poner en tensión la aplicabilidad de su doctrina y su bagaje técnico. En relación a ello, introduce la polémica acerca de un término al que Ferenczi —al parecer, a partir de una sugerencia del propio Freud— caracteriza como la actividad del analista: «Pongámonos rápidamente de acuerdo sobre lo que debe entenderse por esa actividad. Acotamos nuestra tarea terapéutica por medio de estos dos contenidos: hacer conciente lo reprimido y poner en descubierto las resistencias. Por cierto que en ello somos bastante activos. Pero, ¿debemos dejar luego al enfermo librado a sí mismo, que se arregle solo con las resistencias que le hemos mostrado? ¿No podemos prestarle ningún otro auxilio que el que experimenta por la impulsión de la transferencia? ¿No parecería lo indicado socorrerlo también trasladándolo a la situación psíquica más favorable para la tramitación deseada del conflicto? Además, el logro del paciente depende también de cierto número de circunstancias que forman una constelación externa. ¿Vacilaríamos en modificar esta última interviniendo de la manera apropiada? Opino que esta clase de actividad en el médico que aplica el tratamiento analítico es inobjetable y está enteramente justificada». Freud nos hace notar que aquí se abre un campo para la técnica analítica cuya elaboración requerirá de nuevos esfuerzos, destacando para ello un principio que, «probablemente», sea soberano en este campo: «En la medida de lo posible, la cura analítica debe ejecutarse en un estado de privación —de abstinencia—». No obstante, quedará librado a un estudio más específico el hecho de averiguar cuál es la medida en que sea posible respetar esta premisa.
Luego de un exhaustivo análisis del término de «abstinencia» y de «la actividad deseable del médico», articulados a diversos aspectos del vínculo transferencial y de la marcha del análisis, Freud llega a situar «un último tipo de actividad, de índole por entero diversa», que «nos es impuesto por la intelección, que poco a poco va cobrando certidumbre, de que las variadas formas de enfermedad que tratamos no pueden tramitarse mediante una misma técnica».A falta de una justificación teórica detallada, y con la intención de ilustrar esta idea, nos presenta dos ejemplos, de los cuales nos detendremos en el primero por ser el más elocuente: «Nuestra técnica creció en el tratamiento de la histeria y sigue afectada a esa afección. Pero ya las fobias nos obligan a sobrepasar la conducta que hemos observado hasta el presente. Difícilmente dominará una fobia quien aguarde hasta que el enfermo se deje mover por el análisis a resignarla: él nunca aportará al análisis el material indispensable para la solución convincente de la fobia. Es preciso proceder de otra manera. Tomen ustedes el ejemplo de un agorafóbico; hay dos clases, una más leve y otra más grave. Los enfermos de la primera clase sin duda sufrirán angustia cada vez que anden solos por la calle, pero no por ello dejan de hacerlo; los otros se protegen de la angustia renunciando a andar solos. Con estos últimos no se obtiene éxito si no se los puede mover, mediante el influjo del análisis, a comportarse a su vez como fóbicos del primer grado, vale decir, a que anden por la calle y luchen con la angustia en ese intento. Entonces, primero hay que mitigar la fobia hasta ese punto, y sólo después de conseguido esto a instancias del médico, el enfermo dispondrá de aquellas ocurrencias que posibilitan la solución de la fobia». Freud, por supuesto, no contaba en ese momento con acompañantes terapéuticos que pudieran facilitarle tal estrategia de trabajo, aunque por lo recién expresado podemos inferir en que no dudaría un instante en implementar ese recurso en una situación así...
El segundo ejemplo se refiere a los casos graves de acciones obsesivas, respecto de los cuales sería aún menos apropiada una espera pasiva, dado el carácter «asintótico», interminable, del proceso de curación al que esos sujetos tienen tendencia, corriendo su análisis siempre el riesgo de «sacar a luz demasiado y no cambiar nada». Freud señala como dudoso que la técnica adecuada aquí solo consista en esperar «hasta que la cura misma devenga compulsión, para sofocar entonces violentamente, con esta contra—impulsión, la compulsión patológica». Estos dos ejemplos resultan tan sólo una muestra, nos dice, de los nuevos desarrollos que aguardan a nuestra terapia. No obstante, para concluir, introduce «una situación que pertenece al futuro y a muchos de ustedes les parecerá fantástica…»: se imagina el momento en el que los analistas llegaran a multiplicar su número hasta el punto de poder tratar grandes masas de hombres; y cuando, por otra parte, llegue el tiempo en el que «la conciencia moral de la sociedad despertará y le recordará que el pobre no tiene menos derechos a la terapia anímica que los que ya se le acuerdan en materia de cirugía básica. Y que las neurosis no constituyen menor amenaza para la salud popular que la tuberculosis, y por lo tanto, lo mismo que a esta, no se las puede dejar libradas al impotente cuidado del individuo perteneciente a las filas del pueblo». Parece anticipar aquí la situación de indefensión en la que se halla el individuo, librado a su propia suerte, en la órbita de la sociedad de mercado… ¿Que pasaría entonces?
Freud preanuncia la creación futura de sanatorios o lugares de consulta a los que se asignarán médicos de formación psicoanalítica, quienes a través del análisis «volverán más capaces de resistencia y más productivos a hombres que de otro modo se entregarían a la bebida, a mujeres que corren el peligro de caer quebrantadas bajo la carga de las privaciones, a niños a quienes sólo les aguarda la opción entre el embrutecimiento o la neurosis. Estos tratamientos serán gratuitos. Puede pasar mucho tiempo antes de que el Estado sienta como obligatorios estos deberes…». Considerando Freud, incluso, la posibilidad de que sea la beneficencia privada la que inicie tales institutos. «De todos modos, alguna vez ocurrirá». Y entonces, cuando eso suceda «se nos planteará la tarea de adecuar nuestra técnica a las nuevas condiciones», entre las cuales presagia la experiencia de que el pobre —menos seducido por la dura vida que le espera y dado además que su condición de enfermo contribuye a hacerlo acreedor de la asistencia social— esté todavía menos dispuesto que el rico a renunciar a su neurosis: «Es posible que en muchos casos sólo consigamos resultados positivos si podemos aunar la terapia anímica con un apoyo material (…) Y también es muy probable que en la aplicación de nuestra terapia a las masas nos veamos precisados a alear el oro puro del análisis con el cobre de la sugestión directa…». O, podemos agregar, con la argamasa de otras modalidades complementarias de intervención. Lo cual no pone en duda, tal como lo proclama Freud, que «cualquiera que sea la forma futura de esta psicoterapia para el pueblo, y no importa qué elementos la constituyan finalmente, no cabe ninguna duda de que sus ingredientes más eficaces e importantes seguirán siendo los que ella tome del psicoanálisis riguroso, ajeno a todo partidismo». A lo que hay que añadir que estas intervenciones, en cuanto se ajusten a la lógica de la cura de cada sujeto, no contradicen de por sí, en modo alguno, el principio de abstinencia.

III

El futuro fue llegando, afortunadamente, más rápido que el ocaso siempre anunciado —y por muchos deseado— del psicoanálisis. Y es por ello que hoy nos encontramos habitando —salvo por algunos «pequeños» detalles, casi en forma exacta—, ese porvenir imaginado por Freud, en el que los psicoanalistas no podemos renunciar al desafío de la época. La discusión acerca de lo novedoso o no de ciertos fenómenos clínicos, si bien no carece de interés, puede no obstante llevarnos a una discusión bizantina. Nada puede evitarnos la incomodidad de confrontarnos con cuestiones acerca de las cuales es necesario aventurarse a trasponer ese umbral al que nos condujeron Freud y Lacan; quienes, por su parte, no han sido pocos los portales que han atravesado, algunas veces en la más oscura soledad. Las psicosis, la adolescencia, la delincuencia, el alcoholismo y otros trastornos ligados al consumo, la debilidad mental, las psicosomáticas, el autismo, la marginalidad, la violencia en sus múltiples formas, no pueden quedar por fuera de tal desafío. Desafío que no significa otra cosa que la búsqueda de respuestas clínicas adecuadas, que permitan algún modo de intervención eficaz que haga posible orientar a un sujeto al encuentro con la verdad que lo habita, al tiempo que pueda hallar algún modo más o menos soportable de habitar esa verdad.
Nuestra investigación, en este contexto, debería estar orientada a la producción y optimización de aquellos recursos complementarios que resultan indispensables para la eficacia de esos tratamientos, en la singularidad de cada caso. Y, fundamentalmente, para que la producción e implementación de esos recursos no esté orientada jamás al acallamiento del sujeto deseante o, lo que es lo mismo, a aquello que podríamos situar como una anticipada muerte subjetiva. Basta con esto para justificar la participación e incumbencia del Psicoanálisis en el desarrollo de los recursos materiales y técnicos necesarios para el tratamiento de pacientes de difícil abordaje desde las terapéuticas tradicionales, a través de su inserción en los diversos ámbitos hospitalarios e institucionales. Una larga lista de experiencias realizadas en la Argentina y otros países en el tratamiento de fenómenos clínicos como los que venimos describiendo, dan sobrada cuenta del lugar esencial de los psicoanalistas en la búsqueda de liberar la verdad subjetiva puesta en juego en cada caso y… del necesario retorno por «nuevos caminos» a las viejas encrucijadas del sujeto.

(1) Gabriel O. Pulice - G. Investigar la subjetividad, Buenos Aires, Letra Viva, 2007, capítulo 1.Trabajo presentado en la III Conferencia Internacional de Psicología de la Salud, Psicosalud 2000, el 1 de diciembre de 2000, en la ciudad de La Habana.